Capítulo 3
Aquellos que florecerán
Entonces debería hablar de los dos Espíritus
existenciales del principio, de los cuales el Sagrado le dijo al Malvado:
nuestras elecciones, palabras y actos, incluso nuestras almas, nunca estarán de
acuerdo.
El bebé empezó
a llorar. Tumbado sobre una manta llena de agujeros y sucia, se movía y gritaba
con una voz lo suficientemente fuerte como para hacer eco.
Tch, ya vale.
Inukashi
chascó la lengua, y volvió a meter las monedas que estaba contando en la bolsa.
Eran sus ganancias del día, y era una suma considerable.
Había pasado
una noche desde la Caza, y el Bloque Oeste seguía sumido en la angustia y la
confusión. Nadie sabía cuántos habían muerto, a cuántos habían secuestrado y cuántos
habían escapado. Y tampoco tenían los medios ni la energía para averiguarlo.
Aquella
mañana Inukashi había ido con un perro al mercado. O mejor dicho, lo que había
sido el mercado – el trozo de tierra en el que había estado hasta ayer.
La mayoría
de los edificios – aunque no estaba muy claro si aquellos barracones merecían
ese nombre – habían sido reducidos a escombros. Aquella Caza había sido más
grande y brutal que las anteriores. No, eso ni se le acercaba. Aunque ya habían
destruido casas anteriormente, e incluso arrasado la zona con el fin de
capturar gente, nunca se habían ensañado tanto. Si Inukashi pudiese ver las
cosas con un ojo de pájaro, seguramente habría visto algo raro – un cráter en
medio del mercado, con un anillo de escombros alrededor.
El mercado
estaba formado por unos barracones, siempre llenos de ruido, y de una
naturaleza cuestionable con prostitutas, carteristas, niños hambrientos,
mendigos, cucarachas y ratas por todas partes. Pero en cuestión de unos minutos
había desaparecido por completo.
Es increíble.
Inukashi se
paró encima de las ruinas y suspiró. No era un suspiro de desesperación. Ya no
era tan inocente como para angustiarse por una catástrofe así. Más bien, estaba
anonadado.
Hasta a esto van a llegar.
La gente del
Bloque Oeste no eran enemigos. No se habían rebelado. Se habían limitado a
reunirse ahí, sin armas ni poder. ¿Por qué tenían que aplastarlos así?
Mas que ira
o angustia, lo que sentía era incredulidad.
Aquel poder
destructivo, aquella crueldad. Le impresionaba.
Se inclinó
para coger una piedra del escombro que tenía a sus pies. Aunque estaba muy
resquebrajada, no tenía quemaduras. Así que No. 6 no había usado armas de fuego
aquella vez. Normalmente usaban armas antiguas de gran calibre como cañones u
obús; otras veces, se limitaban a quemarlo todo con lanzallamas.
Inukashi
frunció la nariz. Ni siquiera con su sentido del olfato podía oler aquel olor a
humo tan particular que dejaban las armas de fuego. Lo único que percibía era
el hedor de los cadáveres. Un arma inodora. No dejaría nada tras el halo de su destrucción.
¿Ondas expansivas sonoras?
Intentó
decirlo en voz alta. Recordaba haber escuchado decir algo a Nezumi al respecto.
Habían estado hablando sobre las ballenas. No se acordaba de cómo habían
terminado hablando de eso. Inukashi nunca había visto o tocado una ballena
antes. Ni siquiera sabía cómo era el océano. El mundo que Inukashi conocía se
limitaba al hotel en ruinas y sus alrededores. Desde que podía acordarse había
vivido allí. Nunca había pensado en salir del Bloque Oeste. Estaba satisfecho
con su pedacito de mundo, las ruinas, sus perros y el mercado en el centro. No tenía
intención de ir a ninguna parte. Pero Nezumi era un trotamundos. Era el tipo
que aparecía y desaparecía porque sí. Nunca se asentaría en un sitio. Inukashi
no confiaba en los trotamundos y, a ser posible, no quería tener nada que ver
con ellos. Pero le atraían las historias que contaba. Eran historias de mundos
que no había visto, y seguramente nunca lo haría. El océano era uno de ellos.
Una masa enorme azul de agua salada y los animales enormes que vivían dentro –
a Inukashi se le aceleraba el pulso sólo de escuchar hablar de ellos. Aunque no
tenía intención de ir a ninguna parte, su corazón se sentía atraído al mundo
desconocido del que hablaba Nezumi. Seguramente sería por lo bien que contaba
las historias y la voz tan preciosa que tenía – aunque “preciosa” estaba lejos
de ser una descripción adecuada, “preciosa” era la única palabra que le venía a
la mente. Y para satisfacer el deseo de escuchar su voz y sus canciones, la
gente del Bloque Oeste juntaba los pocos
ahorros que tenía e iban al destartalado teatro.
Todos caen en su trampa con mucha facilidad.
Pero yo no soy así. Sí, escuchaba todas sus historias como estando en trance,
pero no pudo engañarme. Me daba cuenta. Tenía lo que hacía falta para ello.
Inukashi
sacó pecho, aunque en aquellas ruinas no había nadie ante quien presumir.
Pero no se
le había escapado.
Inukashi se
había percatado del sutil cambio en el tono de voz de Nezumi mientras contaba
la historia sobre las ballenas. Se había vuelto monótona, perdiendo toda la
suavidad que acariciaba normalmente a los oyentes como si fuese una pluma.
Justo cuando Inukashi le había quitado una pulga a uno de sus perros y se la
había llevado a la boca.
“¿Ondas expansivas
sonoras?” Inukashi repitió tras lamerse los dedos. “¿Qué es eso?”
“Un rayo de sonido.
Convierte las ondas de sonido en ondas expansivas para entumecer a la presa y
capturarla.”
“¿Esos…
cacharrotes o como se llamen?”
“Cachalotes.”
“Hah,” soltó
Inkuashi. “Cazar comida con ondas sonoras, ¿eh? Impresionante. Si tuviese
delante a un cachalote le pediría un autógrafo.”
“Los humanos
también pueden hacerlo.”
“¿Eh?”
“Digo que los
humanos también pueden usarlas.”
“¿Esas ondas
expanloquesea?”
“Sí.”
“¿Para
conseguir comida?”
“Para causar
destrucción.”
¿Destruir
con ondas sonoras expansivas? Inukashi no lo entendía. Pero claro, tampoco
entendía la mayoría de las cosas que decía Nezumi. Y tampoco quería
entenderlas. Pero también era verdad que la mayoría de esas cosas que no
entendía dejaron marca en su memoria.
Para
destruir.
“¿Estaba…?”
Inukashi
apretó el escombro que tenía en la mano.
¿Estaba prediciendo que esto iba a ocurrir?
¿Sabía que esta destrucción, esta catástrofe se estaba acercando?
El viento
soplaba. Como burlándose de lo que había pasado, el sol brillaba y se podía
apreciar un hermoso cielo azul. Que color más seductor. Le escocía en los ojos.
Inukashi
tomó aire. Su cuerpo temblaba de la emoción de seguir vivo en aquel momento, de
estar respirando. Muchos habían muerto. Nezumi y Sion estaban desaparecidos. O
estaban enterrados bajo los escombros, o su plan de infiltrarse en el
Correccional había tenido éxito – fuese lo que fuese, no volverían a verse.
Estaba seguro de ello.
Todos están muertos. Todos han desaparecido.
Pero yo sigo aquí, he sobrevivido. Se lamió el labio inferior. Estaba sonriendo,
aunque a nadie en particular.
Estoy vivo.
La sensación
de triunfo que le recorrió le hizo tener ganas de gritar; le sacudió con una
fuerza aún mayor. ¿Pérdida? ¿Apatía? No tenía tiempo para esos sentimientos. Los que viven son los ganadores. He
sobrevivido. Yo gano. ¿No es así, Nezumi?
Un perro
ladró. Escarbó entre los escombros con las patas delanteras, les dio un
golpecito con la nariz y volvió a escarbar.
“¿Has
encontrado algo?”
El perro,
que tenía el pelo gris y las orejas caídas, ladró con orgullo y trotó hacia
Inukashi para dejarle en la mano lo que llevaba en la boca. Era una moneda de
plata.
“Buen chico.”
Le acarició la cabeza al perro. “Cava un poco más. Tenemos que encontrar más
dinero.”
La cola del
perro se movía de un lado a otro con fuerza al haber recibido una alabanza de
su dueño.
“Escucha. La
carnicería estaba aquí. Cava, y seguro que encuentras carne. Será tu cena.
Carne y dinero. Encuentra las dos cosas.”
Aquella vez,
el ladrido lo dio un perro blanco y pequeño- En la boca llevaba una bolsita de
tela.
“¡Genial!”
No había
monedas de oro, pero había varias de plata y mucho cambio. A Inukashi le dieron
ganas de ponerse a saltar. Sinceramente, no había pensado que iba a encontrar
un botín tan grande con tanta facilidad.
Es mi día de suerte. Nunca había tenido
tanta suerte.
Animó a sus
perros a cavar más, a encontrar más.
Había
escuchado que el carnicero tenía una gran suma de dinero guardada. Acababa de
confirmar que dicho carnicero estaba muerto bajo los escombros. Un brazo peludo
que conocía bien asomaba de una de las paredes. Era el mismo brazo que usaba
para tirar ramas y piedras a los críos y a los mendigos. El mismo Inukashi
había estado a punto de recibir un puñetazo de ese mismo brazo. El hombre
llevaba unos gruesos anillos de oro en el índice y en el pulgar, anillos que
brillaban cada vez que levantaba el brazo para asestar un golpe. Inukashi tuvo
suerte con el anillo del índice. No tuvo tanta suerte con el del pulgar, que
estaba completamente destrozado.
Era un cerdo egoísta y apestoso. Pero mala
suerte. Una vez que eres un fiambre no puedes gastarte el dinero ni guardarlo.
En acabar
con la carnicería, Inukashi tenía pensado cavar en la tienda de ropa que había
al lado. Si lo hacía bien, podría tener suerte y conseguir un par de prendas
que aún podían usarse. Quería una chaqueta de las gruesas, pero se conformaba
con una camisa o una capa. Después de aquello iba el puesto de comida. Le
vendría muy bien encontrar la olla grande en la que calentaban las sobras.
Inukashi
sintió una presencia. Echó un vistazo alrededor y chascó la lengua. Había
aparecido un grupo de gente de la nada, y habían empezado a escarbar en los escombros.
Uno de ellos desenterró algo y gritó, igual que había hecho Inukashi momentos
antes. Un grupo de críos sucios se estaban peleando por un trozo de tela,
presumiblemente una manta. De momento en el Bloque Oeste seguramente se
apreciarían más objetos que dinero. El dinero era inútil en un lugar destruido
como aquel. Pero en un mes aquel sitio volvería a ser un mercado, igual que
antes. Tendría las mismas tiendas que
antes, la gente iría y vendría y el sitio se llenaría de gritos, risas y todo
tipo de olores. Las prostitutas se pondrían en los callejones oscuros, y los
mendigos irían de aquí para allá. El oro y la plata hablarían, y lo harían en
voz alta.
Más y más
gente se dirigía a los escombros. Parecían brotar de los mismos edificios en
ruinas. Si Inukashi seguía perdiendo el tiempo, se llevarían todos los objetos
de valor. Tenía numerosos competidores.
Que jodienda.
Inukashi
volvió a chascar la lengua antes de reírse en silencio. Levantó la cara y echó
un vistazo al leve resplandor que emitían las paredes de la muralla de No. 6,
aquellas paredes de aleación especial.
No. 6, esto es quienes somos. No importa las
veces que nos aplastes, volveremos a levantarnos. Nunca nos destruiréis. Nos
arrastraremos por el suelo, echaremos raíces y viviremos. Somos más duros de lo
que crees.
Entrecerró
los ojos. La aleación especial de las
paredes brillo a la luz proveniente del cielo. Inukashi siempre había apartado
la vista de esa luz. Era demasiado cegadora. Pero hoy no. La pared tenía un
aspecto tan barato y endeble como los anillos del carnicero.
“Quizás tú eres la frágil.” Se sorprendió a sí
mismo. Echó un vistazo alrededor, preguntándose si lo había dicho otra persona,
pero no había nadie tan cerca como para escucharlo alrededor más que sus perros.
Inukashi era el único que hablaba el lenguaje humano.
Se llevó una
mano a la boca y frunció el ceño.
Supuestamente,
no tenía que estar pensando en No. 6. Supuestamente, no tendría nada que ver
con ella. La Ciudad Sagrada siempre había reinado sobre ellos. Era un tirano.
Poseía una fuerza absoluta, y aplastaba al Bloque Oeste bajo sus pies. Pero por
otra parte, también era verdad que salía gente y mercancía de contrabando.
También era verdad que Inukashi había obtenido gran parte de sus beneficios
así.
Se pegaría a
No. 6 como una pulga y viviría de ella. Después de todo, para No. 6 su
existencia no era más que la de una pulga – aunque lo más seguro es que los
ciudadanos no hubiesen visto una pulga en su vida.
Eso era lo
que siempre había pensado.
La Ciudad Sagrada reina; y nosotros no somos
más que insectos.
Pensar así
no le hacía daño. Hacía tiempo que se había desecho del orgullo o la vergüenza.
Una vez se había desecho de las cosas inútiles y se había dicho a sí mismo que
así eran las cosas, podía vivir en cualquier parte.
Aquella era
la filosofía que había seguido Inukashi toda su vida. Había vivido de acuerdo a
ella, con sus perros, y no le había ido del todo mal.
Pero se
notaba raro últimamente. El eje de su filosofía estaba empezando a temblar. La
muralla de No. 6, que se suponía que era absoluta, a veces parecía un juguete
cutre. Ahí estaba él murmurando cosas como ‘quizás tú eres la frágil’. Algo no iba bien. Era muy raro.
Pensó que
quizás – y si – pero negó con la cabeza.
Era una
historia absurda. Sí, absurda. Las cosas eran como eran. Siempre y cuando no le
importase que le aplastasen y pudiese chupar un poco de sangre en el proceso,
no pasaba nada. Era mejor no pensar en sí podía cebarse con el punto débil del
otro.
Inukashi se
lo repitió a sí mismo, y volvió a hacer una mueca. Su mente iba a mil por hora,
insistiéndole para que se pusiese a desenterrar cosas en lugar de dejar todo el
trabajo a los perros, pero sus manos no se movían.
Con las
manos colgando, Inukashi frunció el ceño y dirigió la mirada a las paredes de
la ciudad.
La Ciudad Sagrada reina.
Y nosotros no somos más que insectos.
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