martes, 11 de septiembre de 2012

No. 6 Vol 5 Capítulo 3 Parte 1

Mini actualización con parte del tercer capítulo.




Capítulo 3
Aquellos que florecerán

Entonces debería hablar de los dos Espíritus existenciales del principio, de los cuales el Sagrado le dijo al Malvado: nuestras elecciones, palabras y actos, incluso nuestras almas, nunca estarán de acuerdo.


El bebé empezó a llorar. Tumbado sobre una manta llena de agujeros y sucia, se movía y gritaba con una voz lo suficientemente fuerte como para hacer eco.

Tch, ya vale.

Inukashi chascó la lengua, y volvió a meter las monedas que estaba contando en la bolsa. Eran sus ganancias del día, y era una suma considerable.

Había pasado una noche desde la Caza, y el Bloque Oeste seguía sumido en la angustia y la confusión. Nadie sabía cuántos habían muerto, a cuántos habían secuestrado y cuántos habían escapado. Y tampoco tenían los medios ni la energía para averiguarlo.

Aquella mañana Inukashi había ido con un perro al mercado. O mejor dicho, lo que había sido el mercado – el trozo de tierra en el que había estado hasta ayer.

La mayoría de los edificios – aunque no estaba muy claro si aquellos barracones merecían ese nombre – habían sido reducidos a escombros. Aquella Caza había sido más grande y brutal que las anteriores. No, eso ni se le acercaba. Aunque ya habían destruido casas anteriormente, e incluso arrasado la zona con el fin de capturar gente, nunca se habían ensañado tanto. Si Inukashi pudiese ver las cosas con un ojo de pájaro, seguramente habría visto algo raro – un cráter en medio del mercado, con un anillo de escombros alrededor.

El mercado estaba formado por unos barracones, siempre llenos de ruido, y de una naturaleza cuestionable con prostitutas, carteristas, niños hambrientos, mendigos, cucarachas y ratas por todas partes. Pero en cuestión de unos minutos había desaparecido por completo.

Es increíble.

Inukashi se paró encima de las ruinas y suspiró. No era un suspiro de desesperación. Ya no era tan inocente como para angustiarse por una catástrofe así. Más bien, estaba anonadado.

Hasta a esto van a llegar.

La gente del Bloque Oeste no eran enemigos. No se habían rebelado. Se habían limitado a reunirse ahí, sin armas ni poder. ¿Por qué tenían que aplastarlos así?

Mas que ira o angustia, lo que sentía era incredulidad.

Aquel poder destructivo, aquella crueldad. Le impresionaba.

Se inclinó para coger una piedra del escombro que tenía a sus pies. Aunque estaba muy resquebrajada, no tenía quemaduras. Así que No. 6 no había usado armas de fuego aquella vez. Normalmente usaban armas antiguas de gran calibre como cañones u obús; otras veces, se limitaban a quemarlo todo con lanzallamas.

Inukashi frunció la nariz. Ni siquiera con su sentido del olfato podía oler aquel olor a humo tan particular que dejaban las armas de fuego. Lo único que percibía era el hedor de los cadáveres. Un arma inodora. No dejaría nada tras el halo de su destrucción.

¿Ondas expansivas  sonoras?

Intentó decirlo en voz alta. Recordaba haber escuchado decir algo a Nezumi al respecto. Habían estado hablando sobre las ballenas. No se acordaba de cómo habían terminado hablando de eso. Inukashi nunca había visto o tocado una ballena antes. Ni siquiera sabía cómo era el océano. El mundo que Inukashi conocía se limitaba al hotel en ruinas y sus alrededores. Desde que podía acordarse había vivido allí. Nunca había pensado en salir del Bloque Oeste. Estaba satisfecho con su pedacito de mundo, las ruinas, sus perros y el mercado en el centro. No tenía intención de ir a ninguna parte. Pero Nezumi era un trotamundos. Era el tipo que aparecía y desaparecía porque sí. Nunca se asentaría en un sitio. Inukashi no confiaba en los trotamundos y, a ser posible, no quería tener nada que ver con ellos. Pero le atraían las historias que contaba. Eran historias de mundos que no había visto, y seguramente nunca lo haría. El océano era uno de ellos. Una masa enorme azul de agua salada y los animales enormes que vivían dentro – a Inukashi se le aceleraba el pulso sólo de escuchar hablar de ellos. Aunque no tenía intención de ir a ninguna parte, su corazón se sentía atraído al mundo desconocido del que hablaba Nezumi. Seguramente sería por lo bien que contaba las historias y la voz tan preciosa que tenía – aunque “preciosa” estaba lejos de ser una descripción adecuada, “preciosa” era la única palabra que le venía a la mente. Y para satisfacer el deseo de escuchar su voz y sus canciones, la gente del Bloque Oeste  juntaba los pocos ahorros que tenía e iban al destartalado teatro.

Todos caen en su trampa con mucha facilidad. Pero yo no soy así. Sí, escuchaba todas sus historias como estando en trance, pero no pudo engañarme. Me daba cuenta. Tenía lo que hacía falta para ello.

Inukashi sacó pecho, aunque en aquellas ruinas no había nadie ante quien presumir.

Pero no se le había escapado.

Inukashi se había percatado del sutil cambio en el tono de voz de Nezumi mientras contaba la historia sobre las ballenas. Se había vuelto monótona, perdiendo toda la suavidad que acariciaba normalmente a los oyentes como si fuese una pluma. Justo cuando Inukashi le había quitado una pulga a uno de sus perros y se la había llevado a la boca.

“¿Ondas expansivas sonoras?” Inukashi repitió tras lamerse los dedos. “¿Qué es eso?”

“Un rayo de sonido. Convierte las ondas de sonido en ondas expansivas para entumecer a la presa y capturarla.”

“¿Esos… cacharrotes o como se llamen?”

“Cachalotes.”

“Hah,” soltó Inkuashi. “Cazar comida con ondas sonoras, ¿eh? Impresionante. Si tuviese delante a un cachalote le pediría un autógrafo.”

“Los humanos también pueden hacerlo.”

“¿Eh?”

“Digo que los humanos también pueden usarlas.”

“¿Esas ondas expanloquesea?”

“Sí.”

“¿Para conseguir comida?”

“Para causar destrucción.”

¿Destruir con ondas sonoras expansivas? Inukashi no lo entendía. Pero claro, tampoco entendía la mayoría de las cosas que decía Nezumi. Y tampoco quería entenderlas. Pero también era verdad que la mayoría de esas cosas que no entendía dejaron marca en su memoria.

Para destruir.

“¿Estaba…?”

Inukashi apretó el escombro que tenía en la mano.

¿Estaba prediciendo que esto iba a ocurrir? ¿Sabía que esta destrucción, esta catástrofe se estaba acercando?

El viento soplaba. Como burlándose de lo que había pasado, el sol brillaba y se podía apreciar un hermoso cielo azul. Que color más seductor. Le escocía en los ojos.

Inukashi tomó aire. Su cuerpo temblaba de la emoción de seguir vivo en aquel momento, de estar respirando. Muchos habían muerto. Nezumi y Sion estaban desaparecidos. O estaban enterrados bajo los escombros, o su plan de infiltrarse en el Correccional había tenido éxito – fuese lo que fuese, no volverían a verse. Estaba seguro de ello.

Todos están muertos. Todos han desaparecido. Pero yo sigo aquí, he sobrevivido. Se lamió el labio inferior. Estaba sonriendo, aunque a nadie en particular.

Estoy vivo.

La sensación de triunfo que le recorrió le hizo tener ganas de gritar; le sacudió con una fuerza aún mayor. ¿Pérdida? ¿Apatía? No tenía tiempo para esos sentimientos. Los que viven son los ganadores. He sobrevivido. Yo gano. ¿No es así, Nezumi?

Un perro ladró. Escarbó entre los escombros con las patas delanteras, les dio un golpecito con la nariz y volvió a escarbar.

“¿Has encontrado algo?”

El perro, que tenía el pelo gris y las orejas caídas, ladró con orgullo y trotó hacia Inukashi para dejarle en la mano lo que llevaba en la boca. Era una moneda de plata.

“Buen chico.” Le acarició la cabeza al perro. “Cava un poco más. Tenemos que encontrar más dinero.”

La cola del perro se movía de un lado a otro con fuerza al haber recibido una alabanza de su dueño.

“Escucha. La carnicería estaba aquí. Cava, y seguro que encuentras carne. Será tu cena. Carne y dinero. Encuentra las dos cosas.”

Aquella vez, el ladrido lo dio un perro blanco y pequeño- En la boca llevaba una bolsita de tela.

“¡Genial!”

No había monedas de oro, pero había varias de plata y mucho cambio. A Inukashi le dieron ganas de ponerse a saltar. Sinceramente, no había pensado que iba a encontrar un botín tan grande con tanta facilidad.

Es mi día de suerte. Nunca había tenido tanta suerte.

Animó a sus perros a cavar más, a encontrar más.

Había escuchado que el carnicero tenía una gran suma de dinero guardada. Acababa de confirmar que dicho carnicero estaba muerto bajo los escombros. Un brazo peludo que conocía bien asomaba de una de las paredes. Era el mismo brazo que usaba para tirar ramas y piedras a los críos y a los mendigos. El mismo Inukashi había estado a punto de recibir un puñetazo de ese mismo brazo. El hombre llevaba unos gruesos anillos de oro en el índice y en el pulgar, anillos que brillaban cada vez que levantaba el brazo para asestar un golpe. Inukashi tuvo suerte con el anillo del índice. No tuvo tanta suerte con el del pulgar, que estaba completamente destrozado.

Era un cerdo egoísta y apestoso. Pero mala suerte. Una vez que eres un fiambre no puedes gastarte el dinero ni guardarlo.

En acabar con la carnicería, Inukashi tenía pensado cavar en la tienda de ropa que había al lado. Si lo hacía bien, podría tener suerte y conseguir un par de prendas que aún podían usarse. Quería una chaqueta de las gruesas, pero se conformaba con una camisa o una capa. Después de aquello iba el puesto de comida. Le vendría muy bien encontrar la olla grande en la que calentaban las sobras.

Inukashi sintió una presencia. Echó un vistazo alrededor y chascó la lengua. Había aparecido un grupo de gente de la nada, y habían empezado a escarbar en los escombros. Uno de ellos desenterró algo y gritó, igual que había hecho Inukashi momentos antes. Un grupo de críos sucios se estaban peleando por un trozo de tela, presumiblemente una manta. De momento en el Bloque Oeste seguramente se apreciarían más objetos que dinero. El dinero era inútil en un lugar destruido como aquel. Pero en un mes aquel sitio volvería a ser un mercado, igual que antes. Tendría las mismas tiendas  que antes, la gente iría y vendría y el sitio se llenaría de gritos, risas y todo tipo de olores. Las prostitutas se pondrían en los callejones oscuros, y los mendigos irían de aquí para allá. El oro y la plata hablarían, y lo harían en voz alta.

Más y más gente se dirigía a los escombros. Parecían brotar de los mismos edificios en ruinas. Si Inukashi seguía perdiendo el tiempo, se llevarían todos los objetos de valor. Tenía numerosos competidores.

Que jodienda.

Inukashi volvió a chascar la lengua antes de reírse en silencio. Levantó la cara y echó un vistazo al leve resplandor que emitían las paredes de la muralla de No. 6, aquellas paredes de aleación especial.

No. 6, esto es quienes somos. No importa las veces que nos aplastes, volveremos a levantarnos. Nunca nos destruiréis. Nos arrastraremos por el suelo, echaremos raíces y viviremos. Somos más duros de lo que crees.

Entrecerró los ojos.  La aleación especial de las paredes brillo a la luz proveniente del cielo. Inukashi siempre había apartado la vista de esa luz. Era demasiado cegadora. Pero hoy no. La pared tenía un aspecto tan barato y endeble como los anillos del carnicero.

“Quizás eres la frágil.” Se sorprendió a sí mismo. Echó un vistazo alrededor, preguntándose si lo había dicho otra persona, pero no había nadie tan cerca como para escucharlo alrededor más que sus perros. Inukashi era el único que hablaba el lenguaje humano.

Se llevó una mano a la boca y frunció el ceño.

Supuestamente, no tenía que estar pensando en No. 6. Supuestamente, no tendría nada que ver con ella. La Ciudad Sagrada siempre había reinado sobre ellos. Era un tirano. Poseía una fuerza absoluta, y aplastaba al Bloque Oeste bajo sus pies. Pero por otra parte, también era verdad que salía gente y mercancía de contrabando. También era verdad que Inukashi había obtenido gran parte de sus beneficios así.

Se pegaría a No. 6 como una pulga y viviría de ella. Después de todo, para No. 6 su existencia no era más que la de una pulga – aunque lo más seguro es que los ciudadanos no hubiesen visto una pulga en su vida.

Eso era lo que siempre había pensado.

La Ciudad Sagrada reina; y nosotros no somos más que insectos.

Pensar así no le hacía daño. Hacía tiempo que se había desecho del orgullo o la vergüenza. Una vez se había desecho de las cosas inútiles y se había dicho a sí mismo que así eran las cosas, podía vivir en cualquier parte.

Aquella era la filosofía que había seguido Inukashi toda su vida. Había vivido de acuerdo a ella, con sus perros, y no le había ido del todo mal.

Pero se notaba raro últimamente. El eje de su filosofía estaba empezando a temblar. La muralla de No. 6, que se suponía que era absoluta, a veces parecía un juguete cutre. Ahí estaba él murmurando cosas como ‘quizás eres la frágil’. Algo no iba bien. Era muy raro.

Pensó que quizás – y si – pero negó con la cabeza.

Era una historia absurda. Sí, absurda. Las cosas eran como eran. Siempre y cuando no le importase que le aplastasen y pudiese chupar un poco de sangre en el proceso, no pasaba nada. Era mejor no pensar en sí podía cebarse con el punto débil del otro.

Inukashi se lo repitió a sí mismo, y volvió a hacer una mueca. Su mente iba a mil por hora, insistiéndole para que se pusiese a desenterrar cosas en lugar de dejar todo el trabajo a los perros, pero sus manos no se movían.

Con las manos colgando, Inukashi frunció el ceño y dirigió la mirada a las paredes de la ciudad.

La Ciudad Sagrada reina.

Y nosotros no somos más que insectos.

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