Aviso que ni está corregido, revisado, ni nada de nada de nada.
Inukashi’s Days
El techo
giraba. Más bien, daba la sensación de estar girando.
¿Eh? ¿Qué pasa?
Inukashi se
dejó caer en la cama y cerró los ojos. No se encontraba bien. Además de estar
mareado, tenía nauseas. Sin abrir los ojos, respiró profundamente unas cuantas
veces. Inhalaba por la nariz, mantenía el aire unos instantes en el estómago, y
exhalaba lentamente por la boca.
Una, dos,
tres veces…
Cualquier
malestar, físico o mental, solía desaparecer así – ya fuese su corazón agitado,
sus pensamientos desordenados, heridas que latían o dolores leves de cabeza.
Nadie le había enseñado aquello; era algo que había aprendido sin darse cuenta.
Pero en cuanto a su estómago vacío, no había nada que pudiese hacer al respecto.
Daba igual que inhalase profundamente para expandir su estómago, en cuanto
exhalaba volvía a quedarse plano. No había nada que pudiese hacer con su cuerpo, enfriándose por el hambre.
Odio tener hambre. Es horrible. Inukashi
se sacudió. El hambre era como un demonio. Con sus afilados colmillos y sus
garras robaba toda voluntad de sobrevivir, toda esperanza de vida.
Pero ahora,
estaba bien.
Sí, seguía
teniendo hambre. Inukashi no podía recordar cuando había sido la última vez que
había tenido el estómago lleno. Vacíos – así venían los estómagos. Aquella era
su teoría.
Se incorporó
en la cama con cuidado. Ya no estaba mareado, pero seguía teniendo nauseas. Sentía
el cuerpo pesado, como si alguien le hubiese puesto pesos a sus brazos y
piernas. Me siento como si me hubiesen
puesto bolas de hierro, como a un prisionero de algún país.
Que mal.
Se volvió a
tumbar y chascó la lengua mentalmente. Ponerse enfermo en el Bloque Oeste era
como llamar a la Muerte para que se pusiese junto a ti. Allí había chamanes de
cuestionable naturaleza, o médicos autoproclamados, pero nadie podía ofrecer un
tratamiento médico en condiciones. O, al menos, Inukashi no conocía a ninguno.
Sentía el
cuerpo pesado. Teniendo los ojos cerrados así, tenía la sensación de estar
hundiéndose en el agua.
En momentos como este tengo que pensar en
cosas divertidas, se dijo a sí mismo. ¿Divertidas? ¿Alguna vez he disfrutado?
Lo has hecho. Ayer por la tarde, ¿recuerdas?
Te libraste durante un rato del hambre. Sí, ¿lo ves? Eso es. La felicidad
absoluta.
Había comido
algo de carne. Había encontrado un pedazo de carne cruda en el montón de sobras
del Correccional. Aunque no eran las sobras de nadie: era un pedazo de carne
que ni habían cocinado. No tenía golpes ni estaba podrido. Mirándolo más de
cerca, era algo plano. Quizá al cocinero se le había caído al suelo y alguien
lo había pisado.
“¡Oi! ¡Has
estropeado un buen pedazo de carne!”
“Lo siento.
Pero lo has tirado tú.”
“Bueno, no
se puede hacer nada. Ya no podemos usarlo.”
Habían
tirado el filete a la papelera de metal y se habían olvidado de él. Y había
terminado por caer en las manos de Inukashi junto con más basura y restos –
quizás ese había sido su viaje. Pero
bueno, no me importa cómo ha llegado hasta aquí. Lo único que importa es que
tengo un pedazo de carne en mis manos.
Menuda
suerte.
Había
bailado literalmente de la alegría. ¿Cuándo
había sido la última vez que había tenido algo así en las manos? Por más
que rebusco en su memoria no encontró nada. Inukashi se lamió los labios
mientras sujetaba el pedazo de carne, carne que brillaba por la grasa que
tenía. Tragó con ganas la saliva que se había acumulado en su boca.
No sabía que
tipo de carne era, pero no le importaba – siempre y cuando no fuese de humano o
de perro. Inukashi volvió a las ruinas en las que vivía y se fue directo a la
cocina. Seleccionó unos cuantos pedazos de verdura y unos cuantos huesos de los
restos de comida, los echó en una olla y los dejó cocer a fuego lento. Cuando
faltaba muy poco para que terminasen de hacerse, partió la carne en varios
pedazos y los echó también en la olla. Pensó en separar la mitad y dejarla en
curación, o llevarla al mercado para venderla, pero al final descartó las dos
opciones. Inukashi sabía de sobra que la comida no perecedera era un objeto de lujo muy preciado; también
sabía que si llevaba la carne al mercado sacaría una buena cantidad de dinero. Pero creo que me voy a comer toda la carne
de una sentada. Esa fue su decisión. De
vez en cuando puedo darme algún capricho. Voy a disfrutar la buena suerte que
he tenido – la buena suerte que el cielo ha decidido brindarme.
Esto es el Bloque Oeste, aquí no puedo
predecir que va a pasarme mañana. Ni siquiera Dios puede garantizar nada a
nadie. Mejor que disfrute del presente sin pensar en el mañana.
Salía vapor
de la olla.
Desprendía
un olor que hacía la boca agua. Los perros se acercaron atraídos por el olor.
“Ya lo sé,
ya lo sé. Vosotros también vais a comer. No os preocupéis.”
Blancos,
negros, a manchas, oscuros. De pelo largo, de pelo corto, de pelo rizado.
Orejas caídas, orejas tiesas, con sólo una oreja. Inukashi tenía de veinte a
treinta perros, con tamaños que iban desde el tamaño de un becerro hasta ser
más pequeños que un gato. Por alguna razón, el número nunca aumentaba. Todos
los años nacían varios cachorros, lo que quería decir que el mismo número de
perros o se moría o se iba.
Una perra
que ya era mayor había muerto el día anterior. Había sido una gran madre, había
dado a luz a muchos cachorros y había conseguido a criar casi a la mitad de
ellos. Recuerdo a sus hijos lamiendo su
cuerpo frío y cada vez más rígido a cambio.
Los perros
eran muy leales. Eran cálidos y amables. Eran compasivos. Nunca traicionaban a
sus amigos o a su familia.
Son mucho más decentes y de confianza que
las personas.
“Si hay algo
que de más miedo que el hambre, más miedo que la tierra congelada, son las
personas.”
Recuerdo al abuelo decir eso. Inukashi
sacudió la cabeza mientras removía el contenido de la olla con una espátula de
madera. ¿Por qué he tenido que acordarme
de él? Eso no me va a ayudar a satisfacer mi hambre. Pero, no - sacudió la cabeza con más fuerza.
Tengo que acordarme de el un par de veces al
año. Tengo que recordar lo importante que era para mí. Se lo debo al viejo. No olvidamos
lo que la gente ha hecho por nosotros: esa es otra virtud que tenemos los
perros.
No sé los años que tenía el viejo, ni por
qué vivía en las ruinas con los perros, ni de donde venía ni donde fue. Pero no
habría sobrevivido de no ser por él. El peso de lo que hizo por mí es algo que
siento en cada uno de mis huesos.
Era invierno cuando le conocí.
Recuerdo el viento helado y la nieve blanca
que se apilaba ante mí. Así que sí, era invierno. Hace muchos, muchos años.
No recordaba
a su madre ni a su padre; pero aun así podía recordar con total claridad el
viento helado y la nieve. Recordaba los pasos acercándose, a un perro
lamiéndole la mejilla, la calidez de un regazo humano; incluso el sentimiento
fugaz que había tenido en el momento en el que le habían cogido.
¿Cuántos años tenía en aquel entonces? ¿Era
un bebé? Seguramente, porque seguía alimentándome de la leche de mi madre. Los
bebés se acuerdan de mucho más de lo que creemos.
Era un
hombre mayor que vivía en lo que quedaba del hotel, y había recogido a Inukashi
y le había criado. O quizás podría decirse que el hombre le había recogido y
una de las perras le había criado.
Era joven, y
acababa de dar a luz a una camada. Inukashi bebía su leche y dormía acurrucado
junto a los otros cachorros. Gracias a ella, se había librado de morir de
hambre. Se había librado de morir congelado. Había sobrevivido.
Aquella p
erra inteligente y dulce era la única “madre” que tenía Inukashi.
“Eres un
chico extraño… aunque más bien debería decir especial.” El anciano había dicho aquellos cuando
Inukashi había crecido lo suficiente para andar y era capaz de competir con los
otros perros por la comida. El anciano había hablado con una voz cálida, amable
y reflexiva. Inukashi también recordaba aquello.
“¿Speciad?”
“Eso quiere decir
que eres diferente a los demás. Hasta ahora nunca había oído hablar, ni mucho
menos había visto, un bebé capaz de alimentarse de leche de perro. Cuando te
recogí, si te soy sincero, pensaba que no ibas a durar ni tres días. Pero aun así
te recogí porque quería enterrarte como dios manda.”
“¿Entedad?”
“Eso es
cavar un agujero en la tierra y meterte dentro. Cuando murieses, tenía pensado
enterrarte así. No podía dejar que te pudrieses al aire libre. No quería que
pasases por lo que pasan la mayoría de bebés aquí, pudriéndose en medio del
camino con cuervos picoteándoles, siendo comida para as bestias. Normalmente te
hubiese… si. Te hubiese dejado ahí. Habría pasado por tu lado fingiendo no
darme cuenta de que estabas ahí. Es lo que siempre he hecho. Pero, ¿por qué
decidí recogerte…? ¿Por qué quería enterrarte?”
“¿Por qué?”
“No lo sé.”
El hombre negó lentamente con la cabeza dos veces. “No tengo ni idea. Ni yo lo
entiendo. ¿Por qué te recogí y te traje a casa? He visto morir a docenas de
bebés. ¿Por qué decidí ayudarte? No puedo explicarlo. A eso me refería en parte
cuando he dicho que eras un chico extraño.”
Inukashi
tembló. Gimió con suavidad al notar como se le enfriaba el cuerpo. Sudor frío
cayó por su espalda.
Tenía miedo.
Y al mismo tiempo, tenía ganas de reírse a carcajadas. Quería echar la cabeza
hacia atrás y dejar que su risa hiciese eco en el cielo.
Estaba vivo
gracias a una buena suerte que rozaba la coincidencia. De no haber sido por el
impulso de aquel anciano, su cuerpo, su carne, sus huesos habrían sido pasto de
los cuervos y las bestias. Menudo milagro, menuda suerte. En su corazón se
había formado una tormenta de miedo, alivio y el impulso de echarse a reír.”
Para aquel
entonces, Inukashi ya se había dado cuenta de lo mucho que costaba sobrevivir
un día en el Bloque Oeste. Sabía que su propio futuro estaba lleno de
tribulaciones y dificultades, casi como escalar un acantilado escarpado con las
manos desnudas.
Pero quería
vivir. Quería vivir, sobrevivir, extender su vida aunque fuese un minuto, un
segundo. Para ello, haría cualquier cosa, sin importar lo horrible, falsa o
vergonzosa que fuese. Lo único que necesitaba era algo de cuerda y un par de
ramas. También podría saltar por un acantilado. O podría correr hacía el
Correccional mientras gritaba – era otra opción. Los soldados que estuviesen patrullando
no dudarían en meterle una bala en el pecho.
Moriría al
instante independientemente del método que escogiese. No sufriría mucho. O al
menos, eso pensaba. Por eso sabía que era mucho más fácil escoger la muerte.
Era tan obvio como que el Sol sale por el este.
Pero no quiero. Inukashi cerró el puño,
aunque aún era uno muy pequeño. No voy a
morir tan fácilmente. No voy a escoger la muerte. Sobreviviré haciendo lo que
sea necesario.
Voy a aceptar el reto. Voy a retar al
destino que me abandonó en un camino del Bloque Oeste; voy a retar al mundo que
hace que sobrevivir sea tan difícil; voy a retar a los que han hecho que el
mundo sea así – y voy a ganar. De hecho, ya estoy ganando por el simple hecho
de seguir vivo.
De niño,
Inukashi no sabía hablar. No sabía como poner en palabras lo que su corazón
había decidido para decírselo a los demás. Pero aun así, el hombre había
sonreído serenamente y le había puesto una mano sobre la cabeza a Inukashi.
“Tengo el
presentimiento de que podrás hacerlo,” murmuró.
Fue un año
después, al inicio del invierno, cuando el anciano había desaparecido. Su cama
estaba vacía cuando Inukashi se había levantado aquella mañana y no se le veía
por las ruinas. Aunque Inukashi tampoco se puso a buscar con desesperación. En
el fondo de su corazón se había rendido, sabiendo que era inútil. Estaba
desconcertado, pero no se sentía solo. Sus perros estaban con él. Siempre y
cuando sus perros estuviesen allí, estaba bien.
Lo más seguro es que el abuelo también lo
supiese. Lo sabía perfectamente cuando se fue. ¿Sentiría como su vida tocaba a
su final, o encontró un lugar al que debía ir? Fuese lo que fuese,
probablemente sea parte de la tierra en alguna parte. La gente no puede
convertirse en estrellas en el cielo, pero siempre pueden volver a la tierra. Y
pueden dejar recuerdos tras de sí.
Gracias, abuelo. Nunca olvidaré lo que
hiciste por mí. Me aseguraré de recordar buenos momentos de vez en cuando.
Pero, ¿sabes? Últimamente tu cara está un poco borrosa. Aún puedo recordar
pequeñas cosas: tu barba rasa y blanca; el brillo rosa que tenía tu frente sin
pelo; como tu ceja derecha era más espesa de lo normal; la suavidad con la que
hablabas. Me acuerdo de esos perfectamente, pero no puedo recordar tu cara. Me
pregunto por qué. Pero, bueno, ahí lo tienes. Hoy me he acordado de ti. Es
suficiente, ¿verdad?
Volvió a
remover el contenido de la olla con la espátula.
Un perro con
el pelaje a manchas ladró. Los demás perros se unieron y empezaron a ladrar
también.
“Ya lo sé,
ya. Venga, que empiece el festín. Venid aquí, chicos. Pero tenéis que esperar a
que se enfríe antes de empezar a comer. Si os quemáis la lengua lo vais a pasar
mal después.”
Para cuando
terminó de poner la sopa en los platos de los perros y empezó a tomarse la
suya, Inukashi ya se había olvidado del anciano.
El pasado
tenía tendencia a interponerse con el resto de cosas. Si seguía volviendo, no
sería capaz de avanzar.
Inukashi se
comió un pedazo de carne, saboreando su tacto. Le parecía un desperdicio
tragárselo; quería saborearlo eternamente. Pero aquel pedazo tan pequeño de
carne pasó por su garganta y acabó en su estómago con mucha facilidad. Sin embargo,
cuando terminó de comerse aquella sopa, sentía calidez hasta en sus huesos.
Todavía sintiendo aquella calidez, se tumbó en la cama. Los cachorros empezaron
a subir unos encima de otros para trepar y lamerle la cara. Sus pequeñas
lenguas rosadas eran reconfortantes.
Era feliz.
Sentía que tenía toda la felicidad del mundo para él solo. Inmerso en aquella
felicidad, Inukashi se quedó dormido.
Tenía
nauseas. Temía que el techo empezase a girar otra vez si abría los ojos.
¿Qué me pasa?
Le latía un
lado de la cabeza. Sentía el cuerpo pesado. Estaba sudando. Era una fiebre
fuera de lo normal, muy diferente a la calidez de la noche anterior.
Las lenguas
de los cachorros no le reconfortaban. Le escocía la piel. Nunca le habían
molestado los perros.
Su condición
no mejoraba por mucho que respirase profundamente.
¿Qué me pasa?
Aún no había
terminado de hacerse aquella pregunta a sí mismo, cuando un escalofrío le
recorrió la espalda. El miedo atenazó su corazón.
Esto es serio.
¿Y si no me puedo levantar? ¿Y si no me
puedo mover?
Caer enfermo
en el Bloque Oeste era lo peor que podía pasar. No hacía falta mucho para matar
a un residente del Bloque Oeste, desprovisto de comida y viviendo en la miseria
como él. Una pequeña herida era más que suficiente: un corte en el meñique, un
arañazo en la mano. Al igual que lo era cualquier malestar: mareos, nauseas,
fiebre – cualquier cosa que obligase a uno a guardar cama. Alguien que había
estado vivo tres días atrás podría estar tirado en un camino hoy. Era algo que
pasaba todos los días.
Joder.
Inukashi se
mordió el labio y se incorporó. Se apoyó contra la pared, y exhaló.
Así que la carne de ayer ha sido mi última
cena, ¿eh? Joder. No es gracioso. No voy a dejar que esto pueda conmigo.
Se mordió el
labio con más fuerza. Notó el sabor de la sangre en su boca. Volvió a murmurar “joder”
para sí mismo una vez más. Pero seguía sin tener fuerzas. Hasta mover un dedo
le costaba una barbaridad. Si intentaba levantarse, se mareaba y le entraban
nauseas. Volvió a caer en la cama.
Empezó a
perder la consciencia.
El aire
helado silbó a través de una grieta en la ventana. Aquel aire devolvió a
Inukashi a la realidad. Quería gritar. Gritar pidiendo ayuda lo más alto que
pudiese.
Que alguien… me ayude, por favor.
Un perro que
estaba en una esquina de la habitación se levantó y se acercó a él. Se sentó
sobre las patas traseras junto a la cama y se quedó mirándole. Era un perro
grande y marrón, descendiente de la madre de Inukashi. Había heredado su
inteligencia y aquellos ojos profundos y oscuros.
El perro
estaba quieto con las orejas tiesas, esperando las órdenes de Inukashi.
“Quiero…. Que
les llames…” señaló la ventana.
Tras ella,
se extendía el cielo invernal, cargado de nubes que anunciaban nieve. La luz
intentaba atravesar las nubes, pero a duras penas lo conseguía. Una vez más, el
Bloque Oeste acabaría el día con el mismo frío con el que lo había empezado.
El perro
abrió la destartalada puerta y abandonó la habitación. Las bisagras chirriaron.
Inukashi estaba acostumbrado a aquel sonido, pero éste se le clavó en los
tímpanos e hizo aumentar sus nauseas.
“Por favor.
Llámales…”
Ayudadme.
El perro
bajó las escaleras. Los cachorros se acurrucaron y empezaron a gemir.
Estaba
soñando. Soñado con un tiempo lejano. ¿Cuántos
años hacía de ello?
Hacía tiempo
que el anciano había desaparecido. Inukashi estaba solo – pero tenía a sus
perros. Por fin le había cogido el truco a eso de conseguir algo de comida, y
también había aprendido por sí mismo a cocinarla o a venderla.
Estaba
bajando unas escaleras.
Eran unas
escaleras de cemento que llevaban bajo tierra y que estaban en mejor estado que
las de la residencia de Inukashi. La parte del edificio que estaba en la
superficie estaba en ruinas, pero parecía que la parte que estaba bajo tierra
estaba intacta. Inukashi se encontró con una puerta cuando llego al final de
las escaleras. Extendió la mano con cuidado para coger el pomo.
El edificio
estaba situado cerca de la entrada del Bloque Oeste. Los bosques que tenía
alrededor tenían algunos barracones. No. 6, la Ciudad Sagrada, también estaba
cerca. O, para ser más exactos, la muralla exterior de No. 6. Esa muralla hecha
de una aleación especial que desprendía un brillo dorado. Aquella muralla
marcaba una clara diferencia entre “aquí” y “allí”, entre el cielo y el
infierno. Dentro de la muralla no faltaba de nada: camas cálidas, comida
abundante, instalaciones médicas de última tecnología, cómodas casas. Nada
amenazaba la vida, y uno podía vivir sin conocer el frío o el hambre. Inukahsi
había escuchado que el miedo y el sufrimiento tampoco existían allí.
Una utopía,
merecedora de su título de Ciudad Sagrada.
Inukashi no
había escuchado mucho sobre No. 6 en el Bloque Oeste. Todos se quedaban
callados y rehusaban hablar del tema como si el simple nombre fuese tabú.
Algo no huele bien aquí, había pensado
Inukashi – o sentido, más bien.
Las utopías
y las ciudades sagradas no existían en aquel mundo. No. 6 era una ciudad estado
fundada por personas. Siempre y cuando los humanos formasen parte, algo tenía
que caer. Vuestros ideales no son mi
perfección, y puede que para mí la felicidad sea algo que no soportáis. Así
funciona el mundo de los humanos. Las
personas no pueden crear una utopía. Lo que mejor saben hacer es pelearse,
enfrentarse, ceder un poco por la otra persona y quedarse en un punto medio. Es
lo único.
¿No. 6? Algo huele tan mal ahí que me pone
los pelos de punta. Lo inteligente es mantenerse alejado todo lo posible de
ella.
Esa era la
razón por la cual Inukashi nunca se había acercado por allí. Odiaba tener a la
vista a muralla de No. 6. Si hubiese tenido más suerte aquel día, lo más seguro
es que no se hubiese acercado a aquella zona. Pero después de estar todo el día
paseándose por el Bloque Oeste sólo había conseguido un par de restos de verduras
y una tira de carne seca. No tenía ni para él, mucho menos para los perros. Por
aquel entonces, Inukashi aún no sabía como hacerse periódicamente con comida. La
única opción que tenía era llevarse las manos al estomago vacío y robar algo. En
el mercado, se había llevado una buena paliza por parte del carnicero; en la
taberna, una de las jefas había empezado a gritarle insultándole, pero él había
seguido como si nada. Inukashi estaba acostumbrado al maltrato, a los insultos
y al dolor físico.
Tengo que hacer algo, tengo mucha hambre.
Cuando se
dio cuenta, estaba en el bosque. Parecía que había andado hasta allí sin darse
cuenta, con la intención de conseguir aunque fuese una nuez. Ahí había
encontrado el edificio abandonado. Había apoyado la mano en una pared, y ésta
se había apartado sin oponer resistencia, revelando las escaleras.
Inukashi
torció la nariz. Entrecerró los ojos y se esforzó por escuchar.
Ni sentía ni
olía la presencia de nadie.
Completamente abandonado, ¿eh?
Bajo los
escalones uno a uno con cuidado.
Inukashi
sabía que una anciana y un chico (que asumía sería su nieto) vivían allí
supuestamente. Les había visto un par de veces. La anciana tenía una mirada
dura, como si no hubiese sonreído en la vida.
Ya me acuerdo.
La vieja no está bien de la cabeza. Atacó a
alguien importante en No. 6 – el alcalde, presidente o lo que sea. Y ella sola.
Se lanzó contra él, cuchillo en mano, y le dispararon con intención de matarla.
Espera - ¿o la arrestaron primero y le dispararon después? Bueno, lo que sea.
No tardaron mucho en terminar con ella. Aunque no es ninguna sorpresa.
Inukashi se
reprendió mentalmente. Era un rumor que había escuchado en el mercado. No
estaba muy seguro de su veracidad.
Su estomago
rugió. Parecía alguien gritando por ayuda.
No puedo soportarlo más. Dame comida.
Rápido, rápido, rápido, rápido, rápido.
Tch, ¿no hay nada? Pan mohoso, carne
pudriéndose, no me importa. Algo para calmar a mi estómago.
Agarró el
pomo de la puerta. No estaba cerrada. Pesaba un poco, pero se abrió enseguida
con un empujón.
“¡Ho!” Un
sonido que no era ni una exhalación ni una afirmación escapó de su garganta. “¿Qué
leches es esto?”
Todo lo que
veía eran pilas y pilas de libros. Había libros por todas partes, algunos
esparcidos por el suelo, otros apilados. Apenas podía verse el suelo. Parecía
que en aquella habitación no había más que libros.
Aquella fue
la primera vez que Inukashi vio un libro. Conocía algunas palabras; y, siempre
y cuando no fuese algo muy complicado, podía escribir. El anciano le había
enseñado. Pero Inukashi no conocía los libros. Nunca había escuchado la palabra
“libro”, ni sabía que hacía referencia a unas hojas cosidas con palabras
impresas. No tenía ni idea de por donde empezar a entenderlos. Se dio cuenta
enseguida que no eran comida. Pero para asegurarse, cogió un libro de la pila
que tenía más cerca y le dio un mordisco. Lo había escogido por que la manzana
sobre fondo blanco que había en la portada tenía un aspecto delicioso.
Que asco.
Inukashi se limpió
la boca con el dorso de la mano y lo tiró a un lado. Duro, seco, y claramente algo que no me puedo comer.
Avanzó,
quitando a patadas los libros que tenía delante. Parecía que sólo había libros
allí.
Tsk. Tanto trabajo para nada. Inukashi
chascó la lengua y estaba a punto de darse la vuelta cuando empezó a latirle el
corazón. Había encontrado algo que no era un libro.
Estaba en
una estantería (llena de libros) – se había apartado algunos libros para
hacerle espacio. Era una pequeña caja plateada, puesta encima de una toalla.
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