sábado, 29 de diciembre de 2012

No. 6 Beyond Inukashi's Days Parte 1

Compaginando con No. 6, aquí tenéis No. 6 Beyond. Conforme vayan saliendo capis (o partes de capis) en inglés, iré traduciendo y colgando aquí.

Aviso que ni está corregido, revisado, ni nada de nada de nada.


 

Inukashi’s Days

El techo giraba. Más bien, daba la sensación de estar girando.

¿Eh? ¿Qué pasa?

Inukashi se dejó caer en la cama y cerró los ojos. No se encontraba bien. Además de estar mareado, tenía nauseas. Sin abrir los ojos, respiró profundamente unas cuantas veces. Inhalaba por la nariz, mantenía el aire unos instantes en el estómago, y exhalaba lentamente por la boca.

Una, dos, tres veces…

Cualquier malestar, físico o mental, solía desaparecer así – ya fuese su corazón agitado, sus pensamientos desordenados, heridas que latían o dolores leves de cabeza. Nadie le había enseñado aquello; era algo que había aprendido sin darse cuenta. Pero en cuanto a su estómago vacío, no había nada que pudiese hacer al respecto. Daba igual que inhalase profundamente para expandir su estómago, en cuanto exhalaba volvía a quedarse plano. No había nada que pudiese hacer  con su cuerpo, enfriándose por el hambre.

Odio tener hambre. Es horrible. Inukashi se sacudió. El hambre era como un demonio. Con sus afilados colmillos y sus garras robaba toda voluntad de sobrevivir, toda esperanza de vida.

Pero ahora, estaba bien.

Sí, seguía teniendo hambre. Inukashi no podía recordar cuando había sido la última vez que había tenido el estómago lleno. Vacíos – así venían los estómagos. Aquella era su teoría.

Se incorporó en la cama con cuidado. Ya no estaba mareado, pero seguía teniendo nauseas. Sentía el cuerpo pesado, como si alguien le hubiese puesto pesos a sus brazos y piernas. Me siento como si me hubiesen puesto bolas de hierro, como a un prisionero de algún país.

Que mal.

Se volvió a tumbar y chascó la lengua mentalmente. Ponerse enfermo en el Bloque Oeste era como llamar a la Muerte para que se pusiese junto a ti. Allí había chamanes de cuestionable naturaleza, o médicos autoproclamados, pero nadie podía ofrecer un tratamiento médico en condiciones. O, al menos, Inukashi no conocía a ninguno.

Sentía el cuerpo pesado. Teniendo los ojos cerrados así, tenía la sensación de estar hundiéndose en el agua.

En momentos como este tengo que pensar en cosas divertidas, se dijo a sí mismo. ¿Divertidas? ¿Alguna vez he disfrutado?

Lo has hecho. Ayer por la tarde, ¿recuerdas? Te libraste durante un rato del hambre. Sí, ¿lo ves? Eso es. La felicidad absoluta.


Había comido algo de carne. Había encontrado un pedazo de carne cruda en el montón de sobras del Correccional. Aunque no eran las sobras de nadie: era un pedazo de carne que ni habían cocinado. No tenía golpes ni estaba podrido. Mirándolo más de cerca, era algo plano. Quizá al cocinero se le había caído al suelo y alguien lo había pisado.

“¡Oi! ¡Has estropeado un buen pedazo de carne!”

“Lo siento. Pero lo has tirado tú.”

“Bueno, no se puede hacer nada. Ya no podemos usarlo.”

Habían tirado el filete a la papelera de metal y se habían olvidado de él. Y había terminado por caer en las manos de Inukashi junto con más basura y restos – quizás ese había sido su viaje. Pero bueno, no me importa cómo ha llegado hasta aquí. Lo único que importa es que tengo un pedazo de carne en mis manos.

Menuda suerte.

Había bailado literalmente de la alegría. ¿Cuándo  había sido la última vez que había tenido algo así en las manos? Por más que rebusco en su memoria no encontró nada. Inukashi se lamió los labios mientras sujetaba el pedazo de carne, carne que brillaba por la grasa que tenía. Tragó con ganas la saliva que se había acumulado en su boca.

No sabía que tipo de carne era, pero no le importaba – siempre y cuando no fuese de humano o de perro. Inukashi volvió a las ruinas en las que vivía y se fue directo a la cocina. Seleccionó unos cuantos pedazos de verdura y unos cuantos huesos de los restos de comida, los echó en una olla y los dejó cocer a fuego lento. Cuando faltaba muy poco para que terminasen de hacerse, partió la carne en varios pedazos y los echó también en la olla. Pensó en separar la mitad y dejarla en curación, o llevarla al mercado para venderla, pero al final descartó las dos opciones. Inukashi sabía de sobra que la comida no perecedera  era un objeto de lujo muy preciado; también sabía que si llevaba la carne al mercado sacaría una buena cantidad de dinero. Pero creo que me voy a comer toda la carne de una sentada. Esa fue su decisión. De vez en cuando puedo darme algún capricho. Voy a disfrutar la buena suerte que he tenido – la buena suerte que el cielo ha decidido brindarme.

Esto es el Bloque Oeste, aquí no puedo predecir que va a pasarme mañana. Ni siquiera Dios puede garantizar nada a nadie. Mejor que disfrute del presente sin pensar en el mañana.

Salía vapor de la olla.

Desprendía un olor que hacía la boca agua. Los perros se acercaron atraídos por el olor.

“Ya lo sé, ya lo sé. Vosotros también vais a comer. No os preocupéis.”

Blancos, negros, a manchas, oscuros. De pelo largo, de pelo corto, de pelo rizado. Orejas caídas, orejas tiesas, con sólo una oreja. Inukashi tenía de veinte a treinta perros, con tamaños que iban desde el tamaño de un becerro hasta ser más pequeños que un gato. Por alguna razón, el número nunca aumentaba. Todos los años nacían varios cachorros, lo que quería decir que el mismo número de perros o se moría o se iba.

Una perra que ya era mayor había muerto el día anterior. Había sido una gran madre, había dado a luz a muchos cachorros y había conseguido a criar casi a la mitad de ellos. Recuerdo a sus hijos lamiendo su cuerpo frío y cada vez más rígido a cambio.

Los perros eran muy leales. Eran cálidos y amables. Eran compasivos. Nunca traicionaban a sus amigos o a su familia.

Son mucho más decentes y de confianza que las personas.

“Si hay algo que de más miedo que el hambre, más miedo que la tierra congelada, son las personas.”

Recuerdo al abuelo decir eso. Inukashi sacudió la cabeza mientras removía el contenido de la olla con una espátula de madera. ¿Por qué he tenido que acordarme de él? Eso no me va a ayudar a satisfacer mi hambre. Pero, no -  sacudió la cabeza con más fuerza.

Tengo que acordarme de el un par de veces al año. Tengo que recordar lo importante que era para mí. Se lo debo al viejo. No olvidamos lo que la gente ha hecho por nosotros: esa es otra virtud que tenemos los perros.

No sé los años que tenía el viejo, ni por qué vivía en las ruinas con los perros, ni de donde venía ni donde fue. Pero no habría sobrevivido de no ser por él. El peso de lo que hizo por mí es algo que siento en cada uno de mis huesos.

Era invierno cuando le conocí.

Recuerdo el viento helado y la nieve blanca que se apilaba ante mí. Así que sí, era invierno. Hace muchos, muchos años.

No recordaba a su madre ni a su padre; pero aun así podía recordar con total claridad el viento helado y la nieve. Recordaba los pasos acercándose, a un perro lamiéndole la mejilla, la calidez de un regazo humano; incluso el sentimiento fugaz que había tenido en el momento en el que le habían cogido.

¿Cuántos años tenía en aquel entonces? ¿Era un bebé? Seguramente, porque seguía alimentándome de la leche de mi madre. Los bebés se acuerdan de mucho más de lo que creemos.

Era un hombre mayor que vivía en lo que quedaba del hotel, y había recogido a Inukashi y le había criado. O quizás podría decirse que el hombre le había recogido y una de las perras le había criado.

Era joven, y acababa de dar a luz a una camada. Inukashi bebía su leche y dormía acurrucado junto a los otros cachorros. Gracias a ella, se había librado de morir de hambre. Se había librado de morir congelado. Había sobrevivido.

Aquella p erra inteligente y dulce era la única “madre” que tenía Inukashi.

“Eres un chico extraño… aunque más bien debería decir especial.”  El anciano había dicho aquellos cuando Inukashi había crecido lo suficiente para andar y era capaz de competir con los otros perros por la comida. El anciano había hablado con una voz cálida, amable y reflexiva. Inukashi también recordaba aquello.

“¿Speciad?”

“Eso quiere decir que eres diferente a los demás. Hasta ahora nunca había oído hablar, ni mucho menos había visto, un bebé capaz de alimentarse de leche de perro. Cuando te recogí, si te soy sincero, pensaba que no ibas a durar ni tres días. Pero aun así te recogí porque quería enterrarte como dios manda.”

“¿Entedad?”

“Eso es cavar un agujero en la tierra y meterte dentro. Cuando murieses, tenía pensado enterrarte así. No podía dejar que te pudrieses al aire libre. No quería que pasases por lo que pasan la mayoría de bebés aquí, pudriéndose en medio del camino con cuervos picoteándoles, siendo comida para as bestias. Normalmente te hubiese… si. Te hubiese dejado ahí. Habría pasado por tu lado fingiendo no darme cuenta de que estabas ahí. Es lo que siempre he hecho. Pero, ¿por qué decidí recogerte…? ¿Por qué quería enterrarte?”

“¿Por qué?”

“No lo sé.” El hombre negó lentamente con la cabeza dos veces. “No tengo ni idea. Ni yo lo entiendo. ¿Por qué te recogí y te traje a casa? He visto morir a docenas de bebés. ¿Por qué decidí ayudarte? No puedo explicarlo. A eso me refería en parte cuando he dicho que eras un chico extraño.”

Inukashi tembló. Gimió con suavidad al notar como se le enfriaba el cuerpo. Sudor frío cayó por su espalda.

Tenía miedo. Y al mismo tiempo, tenía ganas de reírse a carcajadas. Quería echar la cabeza hacia atrás y dejar que su risa hiciese eco en el cielo.

Estaba vivo gracias a una buena suerte que rozaba la coincidencia. De no haber sido por el impulso de aquel anciano, su cuerpo, su carne, sus huesos habrían sido pasto de los cuervos y las bestias. Menudo milagro, menuda suerte. En su corazón se había formado una tormenta de miedo, alivio y el impulso de echarse a reír.”

Para aquel entonces, Inukashi ya se había dado cuenta de lo mucho que costaba sobrevivir un día en el Bloque Oeste. Sabía que su propio futuro estaba lleno de tribulaciones y dificultades, casi como escalar un acantilado escarpado con las manos desnudas.

Pero quería vivir. Quería vivir, sobrevivir, extender su vida aunque fuese un minuto, un segundo. Para ello, haría cualquier cosa, sin importar lo horrible, falsa o vergonzosa que fuese. Lo único que necesitaba era algo de cuerda y un par de ramas. También podría saltar por un acantilado. O podría correr hacía el Correccional mientras gritaba – era otra opción. Los soldados que estuviesen patrullando no dudarían en meterle una bala en el pecho.

Moriría al instante independientemente del método que escogiese. No sufriría mucho. O al menos, eso pensaba. Por eso sabía que era mucho más fácil escoger la muerte. Era tan obvio como que el Sol sale por el este.

Pero no quiero. Inukashi cerró el puño, aunque aún era uno muy pequeño. No voy a morir tan fácilmente. No voy a escoger la muerte. Sobreviviré haciendo lo que sea necesario.

Voy a aceptar el reto. Voy a retar al destino que me abandonó en un camino del Bloque Oeste; voy a retar al mundo que hace que sobrevivir sea tan difícil; voy a retar a los que han hecho que el mundo sea así – y voy a ganar. De hecho, ya estoy ganando por el simple hecho de  seguir vivo.

De niño, Inukashi no sabía hablar. No sabía como poner en palabras lo que su corazón había decidido para decírselo a los demás. Pero aun así, el hombre había sonreído serenamente y le había puesto una mano sobre la cabeza a  Inukashi.

“Tengo el presentimiento de que podrás hacerlo,” murmuró.

Fue un año después, al inicio del invierno, cuando el anciano había desaparecido. Su cama estaba vacía cuando Inukashi se había levantado aquella mañana y no se le veía por las ruinas. Aunque Inukashi tampoco se puso a buscar con desesperación. En el fondo de su corazón se había rendido, sabiendo que era inútil. Estaba desconcertado, pero no se sentía solo. Sus perros estaban con él. Siempre y cuando sus perros estuviesen allí, estaba bien.

Lo más seguro es que el abuelo también lo supiese. Lo sabía perfectamente cuando se fue. ¿Sentiría como su vida tocaba a su final, o encontró un lugar al que debía ir? Fuese lo que fuese, probablemente sea parte de la tierra en alguna parte. La gente no puede convertirse en estrellas en el cielo, pero siempre pueden volver a la tierra. Y pueden dejar recuerdos tras de sí.

Gracias, abuelo. Nunca olvidaré lo que hiciste por mí. Me aseguraré de recordar buenos momentos de vez en cuando. Pero, ¿sabes? Últimamente tu cara está un poco borrosa. Aún puedo recordar pequeñas cosas: tu barba rasa y blanca; el brillo rosa que tenía tu frente sin pelo; como tu ceja derecha era más espesa de lo normal; la suavidad con la que hablabas. Me acuerdo de esos perfectamente, pero no puedo recordar tu cara. Me pregunto por qué. Pero, bueno, ahí lo tienes. Hoy me he acordado de ti. Es suficiente, ¿verdad?

Volvió a remover el contenido de la olla con la espátula.

Un perro con el pelaje a manchas ladró. Los demás perros se unieron y empezaron a ladrar también.

“Ya lo sé, ya. Venga, que empiece el festín. Venid aquí, chicos. Pero tenéis que esperar a que se enfríe antes de empezar a comer. Si os quemáis la lengua lo vais a pasar mal después.”

Para cuando terminó de poner la sopa en los platos de los perros y empezó a tomarse la suya, Inukashi ya se había olvidado del anciano.

El pasado tenía tendencia a interponerse con el resto de cosas. Si seguía volviendo, no sería capaz de avanzar.

Inukashi se comió un pedazo de carne, saboreando su tacto. Le parecía un desperdicio tragárselo; quería saborearlo eternamente. Pero aquel pedazo tan pequeño de carne pasó por su garganta y acabó en su estómago con mucha facilidad. Sin embargo, cuando terminó de comerse aquella sopa, sentía calidez hasta en sus huesos. Todavía sintiendo aquella calidez, se tumbó en la cama. Los cachorros empezaron a subir unos encima de otros para trepar y lamerle la cara. Sus pequeñas lenguas rosadas eran reconfortantes.

Era feliz. Sentía que tenía toda la felicidad del mundo para él solo. Inmerso en aquella felicidad, Inukashi se quedó dormido.

Tenía nauseas. Temía que el techo empezase a girar otra vez si abría los ojos.

¿Qué me pasa?

Le latía un lado de la cabeza. Sentía el cuerpo pesado. Estaba sudando. Era una fiebre fuera de lo normal, muy diferente a la calidez de la noche anterior.

Las lenguas de los cachorros no le reconfortaban. Le escocía la piel. Nunca le habían molestado los perros.

Su condición no mejoraba por mucho que respirase profundamente.

¿Qué me pasa?

Aún no había terminado de hacerse aquella pregunta a sí mismo, cuando un escalofrío le recorrió la espalda. El miedo atenazó su corazón.

Esto es serio.

¿Y si no me puedo levantar? ¿Y si no me puedo mover?

Caer enfermo en el Bloque Oeste era lo peor que podía pasar. No hacía falta mucho para matar a un residente del Bloque Oeste, desprovisto de comida y viviendo en la miseria como él. Una pequeña herida era más que suficiente: un corte en el meñique, un arañazo en la mano. Al igual que lo era cualquier malestar: mareos, nauseas, fiebre – cualquier cosa que obligase a uno a guardar cama. Alguien que había estado vivo tres días atrás podría estar tirado en un camino hoy. Era algo que pasaba todos los días.

Joder.

Inukashi se mordió el labio y se incorporó. Se apoyó contra la pared, y exhaló.

Así que la carne de ayer ha sido mi última cena, ¿eh? Joder. No es gracioso. No voy a dejar que esto pueda conmigo.

Se mordió el labio con más fuerza. Notó el sabor de la sangre en su boca. Volvió a murmurar “joder” para sí mismo una vez más. Pero seguía sin tener fuerzas. Hasta mover un dedo le costaba una barbaridad. Si intentaba levantarse, se mareaba y le entraban nauseas. Volvió a caer en la cama.

Empezó a perder la consciencia.

El aire helado silbó a través de una grieta en la ventana. Aquel aire devolvió a Inukashi a la realidad. Quería gritar. Gritar pidiendo ayuda lo más alto que pudiese.

Que alguien… me ayude, por favor.

Un perro que estaba en una esquina de la habitación se levantó y se acercó a él. Se sentó sobre las patas traseras junto a la cama y se quedó mirándole. Era un perro grande y marrón, descendiente de la madre de Inukashi. Había heredado su inteligencia y aquellos ojos profundos y oscuros.

El perro estaba quieto con las orejas tiesas, esperando las órdenes de Inukashi.

“Quiero…. Que les llames…” señaló la ventana.

Tras ella, se extendía el cielo invernal, cargado de nubes que anunciaban nieve. La luz intentaba atravesar las nubes, pero a duras penas lo conseguía. Una vez más, el Bloque Oeste acabaría el día con el mismo frío con el que lo había empezado.

El perro abrió la destartalada puerta y abandonó la habitación. Las bisagras chirriaron. Inukashi estaba acostumbrado a aquel sonido, pero éste se le clavó en los tímpanos e hizo aumentar sus nauseas.

“Por favor. Llámales…”

Ayudadme.

El perro bajó las escaleras. Los cachorros se acurrucaron y empezaron a gemir.


Estaba soñando. Soñado con un tiempo lejano. ¿Cuántos años hacía de ello?

Hacía tiempo que el anciano había desaparecido. Inukashi estaba solo – pero tenía a sus perros. Por fin le había cogido el truco a eso de conseguir algo de comida, y también había aprendido por sí mismo a cocinarla o a venderla.

Estaba bajando unas escaleras.

Eran unas escaleras de cemento que llevaban bajo tierra y que estaban en mejor estado que las de la residencia de Inukashi. La parte del edificio que estaba en la superficie estaba en ruinas, pero parecía que la parte que estaba bajo tierra estaba intacta. Inukashi se encontró con una puerta cuando llego al final de las escaleras. Extendió la mano con cuidado para coger el pomo.

El edificio estaba situado cerca de la entrada del Bloque Oeste. Los bosques que tenía alrededor tenían algunos barracones. No. 6, la Ciudad Sagrada, también estaba cerca. O, para ser más exactos, la muralla exterior de No. 6. Esa muralla hecha de una aleación especial que desprendía un brillo dorado. Aquella muralla marcaba una clara diferencia entre “aquí” y “allí”, entre el cielo y el infierno. Dentro de la muralla no faltaba de nada: camas cálidas, comida abundante, instalaciones médicas de última tecnología, cómodas casas. Nada amenazaba la vida, y uno podía vivir sin conocer el frío o el hambre. Inukahsi había escuchado que el miedo y el sufrimiento tampoco existían allí.

Una utopía, merecedora de su título de Ciudad Sagrada.

Inukashi no había escuchado mucho sobre No. 6 en el Bloque Oeste. Todos se quedaban callados y rehusaban hablar del tema como si el simple nombre fuese tabú.

Algo no huele bien aquí, había pensado Inukashi – o sentido, más bien.
Las utopías y las ciudades sagradas no existían en aquel mundo. No. 6 era una ciudad estado fundada por personas. Siempre y cuando los humanos formasen parte, algo tenía que caer. Vuestros ideales no son mi perfección, y puede que para mí la felicidad sea algo que no soportáis. Así funciona el mundo de los  humanos. Las personas no pueden crear una utopía. Lo que mejor saben hacer es pelearse, enfrentarse, ceder un poco por la otra persona y quedarse en un punto medio. Es lo único.

¿No. 6? Algo huele tan mal ahí que me pone los pelos de punta. Lo inteligente es mantenerse alejado todo lo posible de ella.

Esa era la razón por la cual Inukashi nunca se había acercado por allí. Odiaba tener a la vista a muralla de No. 6. Si hubiese tenido más suerte aquel día, lo más seguro es que no se hubiese acercado a aquella zona. Pero después de estar todo el día paseándose por el Bloque Oeste sólo había conseguido un par de restos de verduras y una tira de carne seca. No tenía ni para él, mucho menos para los perros. Por aquel entonces, Inukashi aún no sabía como hacerse periódicamente con comida. La única opción que tenía era llevarse las manos al estomago vacío y robar algo. En el mercado, se había llevado una buena paliza por parte del carnicero; en la taberna, una de las jefas había empezado a gritarle insultándole, pero él había seguido como si nada. Inukashi estaba acostumbrado al maltrato, a los insultos y al dolor físico.

Tengo que hacer algo, tengo mucha hambre.

Cuando se dio cuenta, estaba en el bosque. Parecía que había andado hasta allí sin darse cuenta, con la intención de conseguir aunque fuese una nuez. Ahí había encontrado el edificio abandonado. Había apoyado la mano en una pared, y ésta se había apartado sin oponer resistencia, revelando las escaleras.

Inukashi torció la nariz. Entrecerró los ojos y se esforzó por escuchar.

Ni sentía ni olía la presencia de nadie.

Completamente abandonado, ¿eh?

Bajo los escalones uno a uno con cuidado.

Inukashi sabía que una anciana y un chico (que asumía sería su nieto) vivían allí supuestamente. Les había visto un par de veces. La anciana tenía una mirada dura, como si no hubiese sonreído en la vida.

Ya me acuerdo.

La vieja no está bien de la cabeza. Atacó a alguien importante en No. 6 – el alcalde, presidente o lo que sea. Y ella sola. Se lanzó contra él, cuchillo en mano, y le dispararon con intención de matarla. Espera - ¿o la arrestaron primero y le dispararon después? Bueno, lo que sea. No tardaron mucho en terminar con ella. Aunque no es ninguna sorpresa.

Inukashi se reprendió mentalmente. Era un rumor que había escuchado en el mercado. No estaba muy seguro de su veracidad.

Su estomago rugió. Parecía alguien gritando por ayuda.

No puedo soportarlo más. Dame comida. Rápido, rápido, rápido, rápido, rápido.

Tch, ¿no hay nada? Pan mohoso, carne pudriéndose, no me importa. Algo para calmar a mi estómago.

Agarró el pomo de la puerta. No estaba cerrada. Pesaba un poco, pero se abrió enseguida con un empujón.

“¡Ho!” Un sonido que no era ni una exhalación ni una afirmación escapó de su garganta. “¿Qué leches es esto?”

Todo lo que veía eran pilas y pilas de libros. Había libros por todas partes, algunos esparcidos por el suelo, otros apilados. Apenas podía verse el suelo. Parecía que en aquella habitación no había más que libros.

Aquella fue la primera vez que Inukashi vio un libro. Conocía algunas palabras; y, siempre y cuando no fuese algo muy complicado, podía escribir. El anciano le había enseñado. Pero Inukashi no conocía los libros. Nunca había escuchado la palabra “libro”, ni sabía que hacía referencia a unas hojas cosidas con palabras impresas. No tenía ni idea de por donde empezar a entenderlos. Se dio cuenta enseguida que no eran comida. Pero para asegurarse, cogió un libro de la pila que tenía más cerca y le dio un mordisco. Lo había escogido por que la manzana sobre fondo blanco que había en la portada tenía un aspecto delicioso.

Que asco.

Inukashi se limpió la boca con el dorso de la mano y lo tiró a un lado. Duro, seco, y claramente algo que no me puedo comer.

Avanzó, quitando a patadas los libros que tenía delante. Parecía que sólo había libros allí.

Tsk. Tanto trabajo para nada. Inukashi chascó la lengua y estaba a punto de darse la vuelta cuando empezó a latirle el corazón. Había encontrado algo que no era un libro.

Estaba en una estantería (llena de libros) – se había apartado algunos libros para hacerle espacio. Era una pequeña caja plateada, puesta encima de una toalla.

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